lunes, 12 de noviembre de 2018

La “pobreza” como diferenciador de género


Acabo de regresar  de Granada, donde he participado en el VI Congreso Iberoamericano y Europeo de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social, dedicado íntegramente a la cuestión de la igualdad de género y no discriminación.
Mi ponencia refería a las diversas brechas existentes en la desigualdad de género, pero por razones de tiempo preferí concentrarme en una, no siempre transitada: la “pobreza” como una de las principales brechas de diferenciación entre hombre y mujer. Entiendo que en nuestro continente cualquier estudio relativo a temas vinculados a la discriminación, no puede eludir la “pobreza” como motor de las diversas iniquidades que se producen a nivel social, familiar y laboral. La “pobreza” económica además de significar la ausencia de recursos para satisfacer necesidades esenciales, es causa de la exclusión social de muchos colectivos (género, jóvenes, ancianos, afrodescendientes, migrantes, etc.).
Las amplias franjas de pobreza en América Latina complejizan y profundizan la inequidad social con relación al acceso a la educación y a empleos de calidad, estableciendo un inexorable el círculo vicioso entre pobreza, ausencia de educación y empleos precarios. Ello no es ajeno a la discriminación de género: en efecto si bien en las capas medias y altas de la sociedad la mujer logra consolidar (aún con dificultades) su formación inclusiva y acceder a empleos de calidad, en las situaciones de pobreza, se  potencia la brecha de la desigualdad.
Uno de los temas más importantes se vincula a la dificultad de las mujeres de permanecer en el trayecto educativo. Las estadísticas en el continente revelan que en las franjas de la educación primaria y secundaria, hay un porcentaje mayor de varones que estudian, mientras la tendencia se revierte en la educación terciaria, donde la mujer supera ampliamente a los hombres (2 mujeres por cada hombre alcanzan hoy promedialmente  un título universitario). Ello obedece al hecho que en los quinteles pobres de la población, las mujeres son más inactivas que los hombres: el alto número de adolescentes embarazadas así como una cultura que relega a las adolescentes a cumplir con el “rol” de cumplir con las tareas de la casa, así como los cuidados de hermanos y ancianos, se proyecta en la deserción educativa.

Entre las diversas proyecciones de la mezcla de “pobreza y género”, señalo las siguientes:
.  Trabajo no remunerado: las mujeres - entre trabajo y cuidados del hogar - tienen jornadas diarias más largas que las de los hombres;
- Tasas mayores de inactividad vinculadas a la obligación de quedar en la casa para tareas domésticas y de cuidado.
- Marcadas dificultades de acceso y permanencia en la educación.
- Mayor presencia de mujeres en actividades de bajos ingresos y muchas veces correspondiente al mercado informal de trabajo.

En este contexto de “pobreza” y “trabajos pobres” se va imponiendo la presencia de mujeres “pobres” en las Cadenas Mundiales de Suministro (CMS). Come expresa la OIT (Informe IV de la Conferencia del 2016) “las mujeres son mayoritarias en la fuerza de trabajo de determinados segmentos de las cadenas mundiales de suministro, como los sectores de las prendas de vestir, la horticultura, la telefonía móvil y el turismo. El personal femenino tiende a concentrarse en las categorías de empleo donde se practican los salarios más bajos o que requieren escasa calificación, y en un menor número de sectores; en cambio, los hombres se distribuyen de forma más regular entre los distintos sectores, ocupaciones y tipos de puestos de trabajo”
Otra proyección refiere al aumento de las “migraciones de género”. En el siglo XXI una fuerte corriente migratoria de mujeres buscan en otras regiones (y generalmente encuentran) ocupación en trabajos relacionados con el cuidado: trabajadoras domésticas, cuidadoras de niños, enfermeras y otras tareas finalizadas a los cuidados personales, especialmente en aquellos países con poblaciones envejecidas de altos ingresos, donde existe escasez  de este tipo de servicios. Como ha expresado la OIT, “una parte de la demanda de cuidados en el mundo está cubierta por los flujos de migración, un fenómeno que algunos observadores han denominado cadenas globales de cuidados”. Paradójicamente son las “remesas” de estas mujeres pobres a sus países de origen que contribuyen a compensar los desequilibrios presupuestales de muchos Estados.
 En este contexto, sigue siendo importante la brecha salarial entre hombres y mujer, a la que no es ajeno nuestro país. Un reciente informe de la Oficina Regional para América latina y el Caribe de la OIT (“La brecha salarial en América Latina”, Lima 2018) revela que en el - supuestamente moderno - Uruguay, la brecha salarial alcanza el 20%. Es decir que los hombres ganan un 20% más que las mujeres en trabajos de igual valor.
En conclusión, las dificultades de las mujeres jóvenes y “pobres” para acceder  y permanecer en el trayecto educativo, tiene como inevitable consecuencia la perpetuación de la pobreza a través de trabajos precarios y de bajo salarios, mezclados con el trabajo en el “hogar”.
Los países del continente, fieles a su “hiperjuridicismo” retórico firman tratados y aprueban normas que no impiden la discriminación de género en las franjas pobre de la población. Es esa desigualdad de género que constituye a su vez la premisa de diversas formas de violencia en el trabajo y en la familia.
Un vez más, es necesario construir una política de responsabilidad social en el Estado y los actores del sistema de RRLL, que eviten que las leyes sean solo la expresión de una antigua retórica jurídica.