lunes, 31 de enero de 2022

Trabajar en el metaverso

De haberme alguien preguntado –  hace tan solo pocos meses – mi opinión sobre el trabajo en el metaverso, no hubiera sabido contestar, imaginando además que la pregunta tenía más relación con un taller de literatura y con la métrica poética, que con las relaciones laborales.

Hoy he aprendido que el metaverso será la nueva dimensión, que se instalará en el futuro del trabajo. 

¿Que significa la palabra “metaverso”? Como muchas palabras de la modernidad, la nueva expresión busca legitimar su significado en la antigüedad. La preposición “meta” (μετά) significaba para los griegos lo que está “más allá” o “lo que se ha transformado”: de esta preposición, nacieron palabras como metafísica, metastasis, metamórfosis, etc.

La palabra “metaverso” une el prefijo referido con “verso”, entendiendo por tal la contracción del uni-verso: meta-verso es algo que está más alla del universo, tal como lo hemos conocido hasta el presente.

El 28 de octubre pasado Mark Zuckerberg - CEO (Facebook) – anunció durante el evento Facebook Connect 2021, que la próxima “meta” (empleó esa palabra, aunque jugado con su ambiguo significado) de Facebook sería el mundo virtual y que el gigante tecnológico pasaría a llamarse Metaforms: "En cinco años – agregó ¬– la gente pensará en nosotros como una compañía metaverso, más que en una red social".

Pero no fue Zuckerberg quien “inventó” la palabra. La visión de un mundo virtual – cuyo cyberespacio se denomina “metaverso” – fue concebida hace ya tres décadas por el escritor Neal Stephenson en su novela de ciencia ficción “Snow Crash” (1992): en el ambiente virtual imaginado por el autor, viviría el “avatar” (otra palabra originaria del libro) del protagonista. Stephenson seguramente no imaginaba que su construcción literaria – ese mundo donde un repartidor de pizza (un ryder “ante-tempus”) era príncipe guerrero en el “Metaverso” - se transformaría en el gran desafío de Internet. 

Hay que aclarar que el metaverso es algo más que la visión de imágenes tridimensionales: es un espacio al que ingresamos y en el que compartimos actividades con otras personas que también actúan en esa dimensión, que además es tridimensional. Imaginemos por ejemplo, que damos una clase a un grupo de alumnos en el metaverso: para que sea posible la interacción, deberemos construir un avatar propio que será el inter-face de los avatares construidos por los alumnos. Lo mismo vale en el trabajo: el avatar de un trabajador actuará frente al avatar de su empleador. Nosotros (como realidad física) veremos el avatar del “otro”, mientras que nuestro interlocutor nos verá como un avatar digital. A diferencia de lo que sucede en una conexión por zoom o skipe, no nos veremos con nuestra imagen auténtica, sino con la imagen de un avatar construido a nuestra semejanza. Por lo menos, será así en estas primeras etapas del proceso tecnológico.

De todos modos no será tan sencillo actuar y trabajar en el metaverso. Deberemos disponer de visores especiales y microchips subcutáneos, que nos permitirán múltiples funcionalidades. También deberemos construir en la dimensión digital nuestro avatar, que deberá ser los más similar a nosotros, para dar credibilidad a nuestra interacción. 

En el metaverso podremos jugar, viajar, visitar museos, ir de compras y – por supuesto – trabajar. En una primera aproximación, es fácil imaginar el trabajo en el metaverso como una forma avanzada de teletrabajo: una vuelta de tuerca más, para volver cada vez más real la interacción remota en el espacio digital.

Trabajar en esta nueva realidad virtual acentuará los males del teletrabajo, en la medida que la nueva modalidad no solo intensificará nuestro aislamiento y todas las dificultades vinculadas a la conexión digital, sino que además exigirá una mayor concentración y especiales habilidades para dar credibilidad al avatar que nos representará.

Pero además el trabajo en el metaverso incrementará los costos del trabajador, que no siempre podrán trasladarse al empleador. Más allá del costo de las propias tecnologías (visores especiales, ropa wearable, chips, etc.), deberemos construir el avatar y... ¡vestirlo! Para que un avatar participe en una reunión de Directorio con corbata, probablemente deberá adquirir esa prenda en la propia dimensión virtual, donde ya es posible adquirir alhajamiento y vestimenta. La revista de moda Cosmopolitán anuncia que “la moda y el metaverso van a cambiar con la ropa digital de nuestro armario”: podremos comprar para nuestro avatar vestidos, carteras, camisas y cualquier otro complemento con los llamado NFT (Tokens No Fungibles). La imagen de una persona que se presente a una entrevista de trabajo dependerá también de la ropa virtual que haya adquirido para su avatar.

Finalmente el nuevo avance tecnológico acentuará la desigualdad entre trabajadores altamente formados, con recursos y competencias para acceder a los nuevos conocimientos, y aquellos que quedarán al margen por nivel de instrucción o motivos económicos o por la locaciones geográficas que no les permita acceder a las necesarias infraestructuras tecnológicas. 

Ante estos cambios tan profundos, que no son dictados por los Estados, sino por el poder de los gigantes tecnológicos, ¿que harán los gobernantes, los legisladores, las organizaciones de empleadores y trabajadores, y la sociedad en general para reducir los efectos negativos de esta transformación tan radical? 

Mi sensación térmica es que poco se hará y en todo caso la lentitud de las decisiones nacionales será superada por la rapidez de las transformaciones tecnológicas.

Pero esta misma visión negativa impone a todos reaccionar – desde la política, la educación y el mundo sindical – para idear soluciones que de algún modo mitiguen los efectos de los cambios.  También nos obliga a abrir los ojos y entender los cambios, porque la peor estrategia es la de mirar para atrás.


 

jueves, 6 de enero de 2022

La docencia y el dilema “conocimiento vs. opinión”

Son tiempos de vacaciones, lo cual permite reflexionar con cierta serenidad sobre temas complejos, sin la presión de las circunstancias y los apremios de la inmediatez. Desde una sombrilla en la playa o desde una computadora cuyo cursor se desliza sin urgencias, podemos meditar desde la perspectiva que nos da la distancia de lo cotidiano.

Hoy quiero hablar sobre un tema vinculado a la docencia, que provoca grandes debates entre las “dos voces” que – como diría Goethe – habitan dentro de mi. El problema lo resumo en una pregunta: “¿El buen docente debe privilegiar la transmisión de sus conocimientos o la recepción de las opiniones de los alumnos?”.

Esta pregunta no existía en el siglo pasado: era “deber” del docente formarse en los conocimientos y transmitirlos a los alumnos. El docente dictaba la clase y los alumnos tomaban nota de ella, a sabiendas de que los esperaba un examen (oral o escrito) en el que deberían dar prueba de haber sido adecuados “receptores” de esos conocimientos.

En el siglo XXI entiendo que el escenario es distinto: vivimos un contexto en el que el docente compite con las redes, la información de Google, la prensa mediática, por lo cual todos nos sentimos con derecho a opinar. Entre los efectos curiosos de la pandemia, se produjo precisamente el desborde de las opiniones: todos – por más legos que seamos – nos consideramos expertos en “opiniones” sobre el COVID.

Ajusto mi pregunta a la realidad del siglo XXI: ¿”El buen docente debe estar atento a las opiniones de los estudiantes, aunque éstas puedan ser improvisadas y sin sustento? Aquí también es oportuna la comparación con el siglo XX: el docente el siglo pasado – ante una opinión sin sustento del estudiante – lo callaba con una frase categórica: “estudie, antes de opinar”. Hoy – en épocas en que el celular es el principal competidor del docente – no parece oportuno el rechazo radical ante las opiniones de los alumnos, fundadas o no.

El verdadero desafío del docente del siglo XXI es sortear las voces de las redes, de los celulares, del ruido informático, para atraer al estudiante. Los jóvenes (porque la realidad muestra que los estudiantes son en su gran mayoría jóvenes) quieren hacer escuchar su voz, su opinión, sus ideas que pueden ser más fruto de la emoción o del momento, que de la reflexión. Saber escuchar las opiniones – con fundamento o no – es por lo tanto el gran desafío del docente de nuestra época: el docente que sabe escuchar es más valorado de aquél que solo transmite sus conocimientos. 

Alguien podría rebatir que el docente no tiene porqué prestar atención a opiniones que no han sido construidas a través del estudio, sino solo por impulso emocional del estudiante. A ellos contesto que el principal reto docente es construir un puente de comunicación con los estudiantes: un puente que logre comunicar a ambos por encima de los celulares y la monotonía de una clase tipo siglo XX. Para construir ese puente es necesario escuchar las opiniones de los estudiantes, aunque tengan poco sustento, y el arte de la docencia evitará la negación apriorística de esas “opiniones”, para construir conocimiento a partir de ellas, conduciendo con mano flexible y ágil al estudiante desde su opinión – aún infundada o ligera - a los conocimientos de la disciplina.

Es más: toda clase debería comenzar con preguntas que disparen opiniones de los estudiantes, lo cual permitirá al docente calibrar el contexto intelectual en que se mueve y de ahí armar su estrategia de transmisión del conocimiento. La opinión del estudiante debe ser el punto de arranque de toda reflexión que permita al docente acercar sus conocimientos en forma amigable, construyendo una lógica de complicidad profesor/alumno, porque en el Siglo XXI el conocimiento debe ser transmitido con persuasión, y no como una imposición.

Como conclusión entiendo que el proceso de enseñanza es hoy necesariamente  una construcción docente-estudiante. Ya ha quedado en el pasado la docencia tradicional en la que el profesor  “ex cátedra” su verdad y el estudiante debía aceptar pasivamente esa verdad. El rol docente es plantear discusiones sobre la complejidad de los conocimientos y promover creativamente la participación de los estudiantes, sin que éstos tengan miedo de expresar sus propias ideas sobre los tópicos estudiados, porque saber escuchar al estudiante es el primer requisito de una buena docencia.