Comienzo el año reflexionando una vez más sobre el
futuro del trabajo: un futuro llamativamente actual, en el año en que
inevitablemente pensamos en la celebración de los 100 años de la OIT.
La
primera reflexión de este 2019 apunta a la compleja cuestión de la formación de
los jóvenes en nuestro país. He leído días pasados una interesante entrevista
en Busqueda (27/12/2018) al Presidente del CODICEN Wilson Netto, en la cual se
plantea un dilema formativo terrible: si aumentamos las exigencias de la
formación, tendremos más abandonos de nuestros estudiantes, y por lo tanto más
exclusión, porque quien es reprobado termina desertando del sistema. La entrevista plantea el dilema de nuestros
días. ¿debe la educación tener como principal objetivo la inclusión social o la
formación? ¿Son compatibles inclusión y formación?
He
tratado de plantear el terrible dilema a algunos amigos y familiares en los
últimos días, pero el debate se dispara hacia un extremo u otro, siempre desde
una perspectiva de política partidaria, es decir con emoción más que con
reflexión.
No
tengo respuestas claras luego de la entrevista a Netto; podría hablar de las
bondades de la formación inclusiva, pero al mismo tiempo temo caer en una
retórica que desconozca una realidad que no es solo local: miremos el
mundo, miren las banales seriales de
Netflix (que son en gran parte el espejo de nuestra sociedad) y veremos que la
falta de formación, el trabajo precario, la informalidad fruto de la pobreza y los
conocimientos escasos se van extendiendo como una imparable mancha de petróleo
en los diversos continentes.
Pero
no veo otra solución que formar y formar más: solo apostando a la formación es
posible detener la mancha. El gran desafío es extender la formación a todos los
sectores de la sociedad, porque de otro modo la formación excluyente solo
servirá para aumentar la brecha de los ciudadanos del futuro: hoy con la
educación gratuita no alcanza como en el pasado; otras concausas juegan en
contra de la inclusión.
Muchas veces una imagen vale más de cien palabras.
Empiezo el año leyendo unas páginas de Yuval Noah que se ha vuelto mi autor de
cabecera. ¿Porqué los cocheros (aquellos conductores de carros a caballo) del
siglo XIX no tuvieron problemas en transformarse en choferes de automóviles,
cuando los carros fueron sustituidos por los vehículos a motor? ¿Porque los
actuales choferes de taxi no podrán transformarse con las nuevas tecnologías en
futuros conductores de drones, cuando no existirán más autos que necesiten de
choferes? Sobre esta reflexión Noah expresa que no fue especialmente difícil
para los conductores de coches a caballo recalificarse en conductores de taxis;
pero el problema que hoy se plantea es que los nuevos empleos exigirán un gran
nivel de pericia y, por tanto, no resolverán los problemas de los trabajadores
no calificados sin empleo. Las tecnologías del siglo XXI expulsarán a los
choferes de taxis, como las del siglo XX expulsaron a los caballos de los
carros.
En
fin, el debate del futuro sigue centrado en la educación/formación. ¿Tolerar la
ignorancia para no excluir a los jóvenes, o redoblar esfuerzos en la enseñanza
(y también en las reglas de la disciplina y en las actitudes humanas) para
apostar a la formación de los nuevos empleos?
Entiendo
la postura de Wilson Netto - a quien
estimo por otra parte - pero me preguntó si una enseñanza facilitadora de la
inclusión, no terminará por excluir mayores franjas de jóvenes. Algo así, como
“pan para hoy y hambre para mañana”.
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