El libro de Julio Verne “De la
tierra a la luna” fue un clásico para los adolescentes de mi generación. Nos es
casual tampoco que Georges Mèliés filmara en 1902 “Le Voyage dans la Lune”, película que mostraba una luna
más parecida a una pastel de crema, que a nuestro satélite natural. La luna era
para la humanidad mucho más que un cuerpo astronómico: significaba lo que
estaba más allá de las razonables posibilidades humanas; era la imagen
cotidianamente presente de un límite difícil de alcanzar.
Cuando el hombre finalmente aterrizó en la luna,
fantaseó con la idea de poder un día colonizar el satélite natural de la
tierra. Han pasado más de cuatro décadas desde aquel día y hoy banalizamos ese
hecho: ¡cuanto inútil dinero se gastó en aquella loca “carrera espacial”, que
formaba parte del aparato propagandístico de la guerra fria!
Lo que no
podíamos imaginar en el lejano mes de julio de 1969 es que ese ambicioso
proyecto de la “conquista del espacio”, tendría como resultado inadvertido
avances inimaginables en el mundo de las comunicaciones. En efecto en el marco
de ese plan se lanzaron al espacio centenares de satélites artificiales que
levantaron una red global de telecomunicaciones, la misma red que constituye
hoy el principal sistema de control sobre la tierra. Sin ese desarrollo
extraordinario de las informaciones y comunicaciones – que acompañó la carrera
espacial -, no podríamos hoy imaginar Internet, las tecnologías GPS, las
computadoras cada vez más potentes y menos costosas, los blackberry, las redes
sociales y tantas nuevas expresiones de este descomunal avance, que confluyen
en esa telaraña global que alcanza todos los aspectos de nuestra vida.
Queríamos colonizar la luna y terminamos colonizándonos a nosotros mismos.
Orwell lo había imaginado unas décadas antes: ¡hoy vivimos y trabajamos
controlados!
El viaje a luna dejó como consecuencia la presencia de miles
de ojos monitoreando desde los satélites, que nos convirtieron a cada uno de
nosotros en protagonistas de un verdadero “Truman Show”.
Las nuevas
tecnologías han tenido un impacto profundo en todos los aspectos de la vida
cotidiana. En particular, han marcado su presencia en las diversas formas de
organización del trabajo y en la propia actividad y vida privada de los
trabajadores.
Hoy ha
cambiado la morfología de la
subordinación (hablamos de teledependencia)
y es difícil establecer el límite entre la potestad de la empresa a
controlarnos y nuestro derecho a la privacidad e intimidad.
Los diversos aparatos de control (cámaras, micrófonos,
emails “pinchados”, pero también sofisticados sistemas de seguimiento de
nuestra salud y nuestras acciones) permiten conocer en tiempo real los aspectos más reservados de la conducta y vida
del trabajador, a lo largo de su jornada laboral. Esos sistemas además
registran, almacenan la información a lo largo de la vida laboral de cada uno
de nosotros: se ha desarrollado un verdadero e implacable sistema de seguimiento
humano, del que nunca podemos tener la
seguridad total de liberarnos. Las tecnologías invaden la vida del trabajador
aún fuera de la empresa, lo acompañan muchas veces a su hogar (pensemos en el
trabajo de retén o simplemente en el hábito de contestar fuera de horario a los
emails que nos envía nuestro empleador). Por otra parte sofisticados ficheros
electrónicos guardan datos sobre nuestra imagen, estructura psicológica,
conducta y salud.
Sorprende en
nuestro país el aparente desinterés que notamos en las organizaciones sindicales,
que (en general) aceptan sin resistencia el uso – y a veces el abuso – que los
empleadores hacen de las nuevas tecnologías: la posibilidad que el empleador
revise el correo electrónico del trabajador o que instale sofisticados sistemas
de control en el ámbito laboral (cámaras, micrófonos GPS, etc.) son expresiones
de un poder de dirección tecnológico, aceptado por parte de los colectivos de
trabajadores.
Los
reclamos de los sindicatos se detienen en la solicitud de preavisos,
información y acuerdos sobre la dirección de las videocámaras, pero no discuten
el meollo del asunto: la posibilidad que el empleador ingrese – con la excusa
de velar por la seguridad y protección de sus bienes – en las esferas más
íntimas de la privacidad del trabajador.
Queríamos viajar a la luna y... la
luna se burló de nosotros.
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