Acabo de regresar
de Granada, donde he participado en el VI Congreso Iberoamericano y
Europeo de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social, dedicado íntegramente a
la cuestión de la igualdad de género y no discriminación.
Mi ponencia refería a las diversas brechas
existentes en la desigualdad de género, pero por razones de tiempo preferí
concentrarme en una, no siempre transitada: la “pobreza” como una de las
principales brechas de diferenciación entre hombre y mujer. Entiendo que en
nuestro continente cualquier estudio relativo a temas vinculados a la
discriminación, no puede eludir la “pobreza” como motor de las diversas
iniquidades que se producen a nivel social, familiar y laboral. La “pobreza”
económica además de significar la ausencia de recursos para satisfacer
necesidades esenciales, es causa de la exclusión social de muchos colectivos
(género, jóvenes, ancianos, afrodescendientes, migrantes, etc.).
Las amplias franjas de pobreza en América Latina
complejizan y profundizan la inequidad social con relación al acceso a la
educación y a empleos de calidad, estableciendo un inexorable el círculo vicioso
entre pobreza, ausencia de educación y empleos precarios. Ello no es ajeno a la
discriminación de género: en efecto si bien en las capas medias y altas de la
sociedad la mujer logra consolidar (aún con dificultades) su formación
inclusiva y acceder a empleos de calidad, en las situaciones de pobreza,
se potencia la brecha de la desigualdad.
Uno de los temas más importantes se vincula a la
dificultad de las mujeres de permanecer en el trayecto educativo. Las estadísticas en el continente
revelan que en las franjas de la educación primaria y secundaria, hay un
porcentaje mayor de varones que estudian, mientras la tendencia se revierte en
la educación terciaria, donde la mujer supera ampliamente a los hombres (2
mujeres por cada hombre alcanzan hoy promedialmente un título universitario). Ello obedece al
hecho que en los quinteles pobres de la población, las mujeres son más
inactivas que los hombres: el alto número de adolescentes embarazadas así como
una cultura que relega a las adolescentes a cumplir con el “rol” de cumplir con
las tareas de la casa, así como los cuidados de hermanos y ancianos, se
proyecta en la deserción educativa.
Entre las diversas proyecciones de la mezcla de
“pobreza y género”, señalo las siguientes:
. Trabajo no
remunerado: las mujeres - entre trabajo y cuidados del hogar - tienen jornadas
diarias más largas que las de los hombres;
- Tasas mayores de inactividad vinculadas a la
obligación de quedar en la casa para tareas domésticas y de cuidado.
- Marcadas dificultades de acceso y permanencia en
la educación.
- Mayor presencia de mujeres en actividades de
bajos ingresos y muchas veces correspondiente al mercado informal de trabajo.
En este contexto de “pobreza” y “trabajos pobres”
se va imponiendo la presencia de
mujeres “pobres” en las Cadenas Mundiales de Suministro (CMS). Come expresa la OIT
(Informe IV de la Conferencia del 2016) “las mujeres son mayoritarias en la
fuerza de trabajo de determinados segmentos de las cadenas mundiales de
suministro, como los sectores de las prendas de vestir, la horticultura, la
telefonía móvil y el turismo. El personal femenino tiende a concentrarse en las
categorías de empleo donde se practican los salarios más bajos o que requieren
escasa calificación, y en un menor número de sectores; en cambio, los hombres
se distribuyen de forma más regular entre los distintos sectores, ocupaciones y
tipos de puestos de trabajo”
Otra proyección refiere al aumento de las “migraciones
de género”. En el siglo
XXI una fuerte corriente migratoria de mujeres buscan en otras regiones (y
generalmente encuentran) ocupación en trabajos relacionados con el
cuidado: trabajadoras domésticas, cuidadoras de niños, enfermeras y otras
tareas finalizadas a los cuidados personales, especialmente en aquellos países
con poblaciones envejecidas de altos ingresos, donde existe escasez de este tipo de servicios. Como ha expresado la OIT, “una parte
de la demanda de cuidados en el mundo está cubierta por los flujos de
migración, un fenómeno que algunos observadores han denominado cadenas globales de cuidados”. Paradójicamente
son las “remesas” de estas mujeres pobres a sus países de origen que
contribuyen a compensar los desequilibrios presupuestales de muchos Estados.
En este
contexto, sigue siendo importante la brecha salarial entre hombres y mujer, a
la que no es ajeno nuestro país. Un reciente informe de la Oficina Regional
para América latina y el Caribe de la OIT (“La brecha salarial en América
Latina”, Lima 2018) revela que en el - supuestamente moderno - Uruguay, la brecha
salarial alcanza el 20%. Es decir que los hombres ganan un 20% más que las
mujeres en trabajos de igual valor.
En conclusión, las dificultades de las mujeres
jóvenes y “pobres” para acceder y
permanecer en el trayecto educativo, tiene como inevitable consecuencia la perpetuación
de la pobreza a través de trabajos precarios y de bajo salarios, mezclados con
el trabajo en el “hogar”.
Los países del continente, fieles a su
“hiperjuridicismo” retórico firman tratados y aprueban normas que no impiden la
discriminación de género en las franjas pobre de la población. Es esa desigualdad
de género que constituye a su vez la premisa de diversas formas de violencia en
el trabajo y en la familia.
Un vez más, es necesario construir una política de
responsabilidad social en el Estado y los actores del sistema de RRLL, que
eviten que las leyes sean solo la expresión de una antigua retórica jurídica.
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